Cuando el proyecto Urban II de la Comunidad Europea mira
al Oeste de Gijón, esto es lo que ve en Jove. Y, según los vecinos de
la parroquia, al pliego en cuestión no le faltan razones. Por eso
agradecen los fondos y aplauden la iniciativa que busca su regeneración
económica. Pero quien piense que esas cinco líneas definen al barrio en
su totalidad ha de saber que la historia del lugar que un día reunió a
las grandes fortunas de la ciudad se parece a lo antes expuesto como un
huevo a una castaña. Ni más, ni menos.
Porque Jove fue, es y -prometen- será mucho más que eso.
De hecho, ya lo era en 1046, cuando algunos documentos de la época
reconocían su raigambre y solera. Venían a explicar en la lengua
vernácula de la época la esencia de una parroquia que fue
increíblemente rica y vivió cara al mar durante siglos. Aunque lo que
marca u n punto de inflexión en su historia es el inicio de las obras
de El Musel.
Cada vez menos vecinos recuerdan el Jove de aquel
entonces. Aunque alguno de ellos haya pasado a formar parte de su
leyenda. Como Arsenio, quien falleció hace un mes, pero será recordado
durante décadas por haber pescado -en plena transformación de la
parroquia- un potarrón de 25 kilos.
Eran los tiempos en que el Astillero de Joselón servía
de división entre la playa de Los Señoritos, donde Torcuato Fernández
Miranda se bañaba entre las familias adineradas, y la playa de Los
Monolitos, también conocida como El Tallerín. No es difícil adivinar
cuál de ellas ofrecía unas condiciones inmejorables, al ser protegida
por el astillero del viento. Por aquel entonces y hasta los años 40,
«todas las rocas que había entre las playas tenían nombre propio: la
Piedra del Puente, la Roca del Huevu... Allí lo pasábamos como los
indios», reconocen los parroquianos. Luego, los rellenos de la
Constructora Internacional y la expansión de los astilleros y de El
Musel acabaron con todas estas zonas arenosas.
Pero no es de extrañar que quienes jugaron en aquellas
piedras también recuerden que el túnel que se construyó para el
ferrocarril de Mieres -«en la carretera general, junto al taller de
Silva»- sirviese pocos años antes de refugio, durante la Guerra Civil.
«Durante mucho tiempo, hubo allí de todo, incluidos colchones y
pistolas», apuntan Montserrat Gutiérrez, de El Muselín, y Luis Ángel
Fernández, de Portuarios. Después, todo desapareció: los ultramarinos
que abastecían a los barcos pasaron a utilizar el túnel como almacén.
Aquella parroquia de los años 40 superaba con mucho su
número actual de habitantes. Tenía 7.331 vecinos «y eso que ya habían
matado a muchísimos», puntualiza Alfredo García, de la Campa Torres.
«Esto era una aldea de ricos y pobres. Pero los pobres lo eran de
solemnidad», dice Joaquín Menéndez, de Jove de Arriba. Ambos grupos,
eso sí, salían a pescar. Unos por deporte y otros por necesidad,
llegaron a sumar más de 50 barcos.
Entonces, no era de extrañar que una familia criase una
decena de hijos y las imperantes necesidades de los trabajadores de un
Musel en expansión resultaban asfixiantes. El mundo laboral se repartía
en empresas como Moreda, la Algodonera, la fábrica de Moré, los
astilleros de Joselón y Riera y el propio puerto. Fue durante la década
de los 50 cuando Jove vivió su verdadera transformación, con la
construcción de las viviendas de Portuarios -bautizadas enseguida como
Tocote, en referencia al sorteo, y Pénjamo, por el elevado número de
extranjeros-, seguida de la edificación de las de Pescadores, del
Instituto Social de la Marina y, por último, las viviendas de la
entonces Junta de Obras del Puerto.
La rivalidad y el compañerismo convivían con
sorprendente armonía entre los diferentes barrios de Jove, calando en
las rencillas infantiles. Cada zona -Jove, Portuarios, Pescadores y El
Muselín- tenía su propio colegio compuesto por cuatro clases, «así que
las trastadas a los del barrio vecino estaban aseguradas». Aunque todos
tenían algo en común: «Nos dejaban salir antes del colegio, para llevar
la comida a nuestros padres, que estaban trabajando en el Puerto».
El proceder siempre era el mismo. Cogían una pequeña
tartera con comida para los hombres y una gran cesta vacía. Primero,
llevaban el almuerzo a sus padres y estos les daban instrucciones para
llenar el capacho. Porque justo delante de la Iglesia del Carmen, en El
Muselín, «había un prau donde se descargaba todo lo que llegaba al
puerto». Y la mercancía permanecía allí, desprotegida, hasta que los
camiones la cargaban para repartirla.
Los pequeños miraban con los ojos como platos el campo
lleno de comida, presidido por «montones de patatas, que llegaban a
granel», carbón, café, garbanzos... «¡De todo! No tardábamos en llenar
la cesta y echar a correr para casa ni dos segundos. Había veces que
íbamos hasta con 'lista de la compra', porque en casa nos encargaban lo
que teníamos que coger». Para los más ortodoxos, se trataba de hurto.
Pero el prao era una tentación -o provocación- en tiempos de escasez.
Los padres y abuelos que se pasean por Jove con una intachable
reputación a sus espaldas confiesan que para salir adelante «sí
robábamos, pero era para comer». La parcela sirvió para un fin más
elevado que el de almacén: «Quitó muches fames». Y es que fue, salvando
las diferencias, el proyecto Urban de la posguerra. Los gijoneses no
tardaron en comenzar a intuir que Jove nunca sería sólo una población
envejecida, con bajo nivel de rentas. Ya sospechaban que sería, ante
todo, un pueblo de supervivientes.